Como diseñar e implementar una estrategia de servicio en las empresas de servicios
Donde – y cuando – comienza la calidad de un servicio ?
Aunque la enorme mayoría de las empresas dan por sentado que la calidad de los servicios debe iniciarse en el momento en que el cliente llega al lugar de la prestación (una institución de salud, un banco, un aeropuerto), esto no necesariamente «debe» ser asi.
De hecho, si registramos la calidad de servicio como la única ventaja estratégica diferencial que no puede ser destruída por un competidor, resultaría lógico que una empresa realmente decidida a competir y diferenciarse por una calidad extraordinaria de servicio y atención, comenzara a pensar desde la óptica del cliente. Esto implicaría registrar donde se encuentra el cliente en el momento de ponerse en marcha para recibir la prestación, y actuar en consecuencia.
Tomemos – por ejemplo – una institución especializada en servicios oftalmológicos. Como es esperable, una proporción significativa de las personas que concurren a sus consultorios está compuesta por personas mayores de edad, para las cuales el mero hecho de desplazarse hasta la sede donde serán atendidos representa en sí mismo un acontecimiento significativo (aunque para la propia institución el contacto con el paciente hasta el momento de su llegada probablemente no ha significado más que una simple reserva de un turno).
Imaginemos la situación. El paciente (un adulto mayor) está en su casa, esperando que llegue la hora de partir hacia el consultorio donde será atendido a la hora fijada (si se cumple el horario pactado). Mira el reloj, ve que ya es tiempo de llamar un taxi o un remise (lo más probable es que no viaje en los medios masivos de transporte, tanto por su edad como por el estado de su vista), y lo hace. Poco rato después (si el servicio que ha solicitado cumple con el horario pactado), llega su chofer. Ahora es tiempo de indicarle a donde viaja, y esperar que la persona que la transporta conozca el lugar a donde se dirige, y sepa como llegar alli. Obviamente, en prácticamente la totalidad de los casos, el paciente llega a destino. la institución donde será atendido.
Pero su traslado ha estado a cargo de una persona (o empresa) para la cual este viaje (el del paciente) es uno más en una secuencia de viajes del día. El viaje ha significado una realidad diferente para el paciente y el chofer. Mientras para uno representó la complicación inevitable para acceder a una consulta imprescindible para el cuidado de su salud ocular, para el otro apenas significó un pasajero más, de los muchos que transportará a lo largo de ese día.
Imaginemos ahora una situación ligeramente diferente.
Alrededor de dos horas antes del horario asignado para la atención, el paciente ha recibido un llamado telefónico de la institución oftalmológica, confirmándole que el profesional lo estará esperando a la hora prevista. En la misma llamada, una secretaria muy amable, que se presentó con su nombre, le preguntó si deseaba que un vehículo de la propia institución pasara a buscarlo, para evitarle tener que llamar a un remise o un taxi cualquiera. Esta señorita, tan amable, le explicó que la institución ha establecido un convenio con una empresa de remises, para asegurarle a todos los pacientes mayores que su traslado será efectuado por choferes responsables, perfectamente preparados para el transporte de personas mayores, que deben cumplir con normas básicas de cuidado de la tranquilidad y seguridad de los pasajeros transportados desde y hacia la entidad. Ante esta inusitada amabilidad, el paciente accedió, y comprobó como efectivamente a los treinta minutos un chofer muy amable se presentó a buscarlo, lo ayudó a subir al vehículo, lo traslado en forma muy serena en el intenso y complicado tránsito de la ciudad, y lo dejó exactamente en la puerta de la institución a la que debía concurrir, asegurándole que lo esperaría para llevarlo de regreso tan pronto la consulta concluyera.
Parece un cuento de ficción, no es así ?
Y si a esto agregáramos que – en base al convenio que la institución de salud estableció con la empresa de remises -, el costo del viaje le resultó un 20% más bajo que el que habría resultado en la modalidad convencional (cuando el paciente contrataba el traslado por su propia cuenta), no cabe duda de que – por lo menos en este aspecto – tendríamos un paciente-cliente sumamente agradecido por este reconocimiento de una necesidad suya no incluída en el área de incumbencia de la empresa prestadora, pero de alto valor como servicio complementario agregado al servicio central.
Naturalmente, la celebración de un convenio de este tipo tuvo que haber tomado en cuenta las cuestiones jurídicas, de seguridad y comportamentales (se debió verificar que la empresa de remises contara con los seguros necesarios, y que todos los miembros de su personal fuera reclutado mediante procedimientos que garantizaran la seguridad de los pasajeros, además de estar adecuadamente capacitados para este servicio). A la vez, resulta claro que el negocio de tener asegurado el transporte de una cantidad significativa de pasajeros desde sus domicilios hasta la entidad prestadora, y de regreso a sus domicilios, puede haber resultado un negocio nada despreciable para la empresa de remises. Y – obviamente – la imagen de la entidad prestadora se ha potenciado frente a sus pacientes-clientes mayores, y de sus respectivos grupos familiares.
En cualquier caso, resulte válido o no este ejemplo para asimilarlo a un determinado tipo de empresa de servicios, nos permite preguntarnos
Que hemos venido sugiriendo hasta ahora ?
Hemos empezado a sugerir que la calidad de servicio no necesariamente tiene que ser imaginada como algo que comienza a suceder cuando el cliente llega al lugar y momento de la prestación. Que en realidad un sistema integral de calidad de servicio puede pensarse como un conjunto de acciones que comienzan mucho antes de la prestación efectiva, y terminan mucho después … o tal vez no terminan mientras el cliente sigue vinculado con la entidad prestadora.
Un enfoque de este tipo implica la identificación de una secuencia cronológica compuesta por varias fases funcionales que estructuran un sistema de impactos sobre el cliente, singularizando la oferta, diferenciando el servicio, y fidelizando la demanda.
A diferencia de la secuencia habitual en los productos tangibles (que son producidos antes de ser vendidos), los servicios son usualmente vendidos antes de ser producidos.
Esto implica que las percepciones previas que se construyen «en la ruta hacia el servicio» toman el rol que en el caso de los productos tangibles desempeñan el packaging y la distribución.
La «ruta hacia el servicio» les permite a los clientes imaginar y desear aquello que – por definición – todavía no han podido experimentar (el servicio como acción sobre sí mismos). La ruta hacia el servicio es una construcción estratégica, que se inicia en la fase de la creación de la conciencia relativa a la existencia del servicio en la mente de los potenciales clientes.
Habitualmente la creación de la conciencia de existencia se materializa mediante algún tipo de soporte comunicacional (gráfico, verbal o digital). Qué mejor oportunidad para hacer saber al potencial cliente que hay un «servicio extendido» para facilitarle la compra, que incluir ya desde esta fase la integralidad como concepto a ser comunicado ?
Es previsible que el segundo «tramo» de la ruta hacia el servicio esté compuesta por una invitación a probar. Este símil de la «muestra sin cargo» debe tener como finalidad que el cliente descubra una dimensión de satisfacción diferente de cualquier otra que haya experimentado previamente.
Es el momento de exceder las expectativas convencionales, posibilitando que el cliente viva la experiencia de acceder a cualidades y atributos de valor que no ha podido encontrar nunca antes en ninguna de las propuestas de otros oferentes. Para lograrlo es imprescindible salir de los corsés mentales que limitan el campo de lo posible a los estándares habituales del mercado.
Se trata de diseñar una hoja de ruta tan plena de atractivos vivenciadles y de estímulos dinámicos que supere – en color y forma – a los grises rectángulos en los que usualmente se presentan las propuestas de servicios (me estoy refiriendo a las formas y los colores en sentido metafórico, aludiendo a la tendencia a «más de lo mismo», en vez de «distinto y mejor», de las propuestas acotadas al servicio acotado).
Esto puede no ser demasiado evidente en aquellos servicios que pueden traducirse en folletos o ilustraciones vivaces (por ejemplo, las ofertas de gimnasios y catering), aunque sin duda se percibe claramente cuando nos referimos a los servicios «invisibles», como por ejemplo los de consultoría empresarial o asesoramiento impositivo. En estos casos, el cliente normalmente no tiene fotografías para ver, botones para apretar, o perillas para girar. La percepción de riesgos en la contratación de este tipo de servicios es alta por definición, porque este tipo de servicios no puede ser «palpado» hasta después que las prestaciones – y los acontecimientos a los que estas den lugar – han ocurrido. Como cliente puedo probarme un traje antes de comprarlo, pero no puedo probarme un asesoramiento especializado antes de ponerlo en práctica y ver que resultados produce en la realidad.
La dominancia en el valor de los servicios – por su propia naturaleza – es la experiencia cualitativa, que resulta de atributos que solo pueden ser evaluados después de haberlos consumido, define el valor atribuido por los clientes al servicio proporcionado. A su vez, esta atribución de valor condiciona y determina tanto la lealtad y fidelidad a la empresa prestadora, como la disposición a recomendar a otros que reproduzcan la experiencia. En cierto sentido, se trata de una situación equivalente a la de una película que se estrena. Si logra conmover, deleitar o sacudir a los espectadores, haciendo del hecho de verla una experiencia valiosa y memorable, es muy probable que el circuito comercial se alimente a si mismo mediante la publicidad más barata de todas, el «contagio positivo» de unos a otros.