El Sr. Sergio Smith, presidente de la Asociación Argentina de Marketing, ha dirigido una carta abierta a la Sociedad Argentina, titulada «En el Nombre del Marketing», donde pone de manifiesto la tendencia creciente de algunos dirigentes a aludir a esta disciplina en tono descalificatorio.
El mero hecho de que el presidente de una institución de esta trascendencia se vea obligado a reivindicar esta disciplina académica, evidencia el grado de trivialización y el uso peyorativo que se viene haciendo del término «marketing». Parecería que su mera enunciación remitiera a supuestas «culpabilidades» de quienes aplicamos o utilizamos las técnicas y metodologías propias de este campo del conocimiento, para vincular mediante estrategias adecuadas a proveedores y clientes, productores y consumidores, o candidatos y electores. Y el facilismo de tales comentarios da cuenta de la extendida costumbre de opinar sobre lo que no se sabe, o usar arbitrariamente términos que tienen valor – y sentido preciso – dentro del contexto al que pertenecen.
A veces se da por sentado que la vulgarización del sentido, o lo que es aún peor, la tergiversación del sentido del marketing, conlleva una suerte de «rédito político» para quien se permite utilizar este término como una suerte de «mala palabra». Por momentos parecería que esta desnaturalización estaría al servicio de un intento de amparar, mitigar o justificar algunas acciones ética y moralmente cuestionadas, a veces protagonizadas por notorios protagonistas de la vida institucional del país. Malas acciones que – por supuesto – pueden ser objeto de campañas «de marketing», a favor o en contra, sin que por ello la propia disciplina tenga porqué resultar implicada en carácter de juez o cómplice de nadie. Hacer del término (y de la disciplina) «Marketing» una «mala palabra» es equivalente a culpabilizar a la electricidad porque puede ser utilizada para – por ejemplo – ejecutar a una persona en la silla eléctrica. Se trata de una lógica insostenible en cualquier discurso que se precie de un mínimo de seriedad argumental.
Pero hay algo más.
Al «peyorativizar» el vocablo «marketing» se está degradando un vocablo que sustantiviza la acción, en un contexto que reclama precisamente eso, acción, ante un estado de cosas que roza la emergencia económica y social. En efecto, «marketinear» (permítase la licencia verbal) es sinónimo de poner en acción un complejo conjunto de conceptualizaciones, estrategias, metodologías, y prácticas que tienen – por lo menos – tres rasgos en común:
1. Parten de una aproximación tan cercana como resulte posible a los datos que reflejan los comportamientos de compra y consumo, habitualmente relevados mediante una investigación de rigor científico, ejecutada bajo pautas precisas y controlada en todas las fases de su implementación.
2. Nos permiten una «recreación imaginaria de lo real», asumiendo que no existe para los seres humanos – en tanto seres que vivimos en un contexto determinado por los significados, y no por los objetos en sí mismos – la posibilidad de acceder a la realidad del mundo real «tal como es» (Nuestros sentidos no nos muestran más que lo que estamos biológica y psicológicamente preparados para percibir y decodificar, en una suerte de recorte de todas las dimensiones del mundo real)
3. Nos muestran un modo concreto de identificar y atender nuestras propias necesidades en tanto seres sociales, incluyendo aquellas que se extienden muchísimo más allá de las biológicas que compartimos con las otras especies que habitan el planeta.
La policromía de la naturaleza se reproduce para cada uno de nosotros en la vida de todos los días gracias al marketing y su labor diferenciadora de los productos y servicios que compramos. Como consumidores y compradores, y gracias a esta profunda elaboración de sentidos, logramos establecer y guiar nuestras percepciones hacia los atributos valiosos de todo aquello que conforma y satisface nuestro deseo. Y el deseo es el motor de la vida humana.
Imaginemos un mundo similar al animal, donde nadie hubiera deseado nunca otra cosa que alimentos, vestimenta para resguardarse del clima, y un refugio para pernoctar. En estas condiciones, el desarrollo de la cultura habría quedado detenido en la prehistoria. Todavía seríamos virtuales pre-homínidos, seres guturales capaces de cazar una presa pero incapaces de cualquier tipo de elaboración o creación superior.
Sin embargo, la elaboración del deseo humano, y la generación conceptos destinados a ponerlo en palabras, constituye el punto de partida del desarrollo de productos y servicios destinados a satisfacerlo.
¿ De que otro modo podrían ser satisfechas las necesidades humanas no primarias, si no se hubiera desarrollado un lenguaje simbólico capaz de expresarlas de modo inteligible ?
A pesar de que todos conocemos la respuesta, sobreviven todavía algunas personas que creen que el desarrollo productivo de la humanidad fue el resultado de procesos «mágicos». Parecen olvidar el hecho evidente de que «alguien», en «alguna parte», se ocupó de identificar, procesar, conceptualizar, y procurar soluciones para todas aquellas problemáticas que hoy tienen respuesta en alguna escala de la vida humana en sociedad.
Para algunas de estas personas, las actividades de comunicación y vinculación entre seres inteligentes, parecen reducirse a un estrecho repertorio de gritos, injurias y recriminaciones, donde parece no existir espacio para la disidencia y la discrepancia de puntos de vista en el marco de un proyecto que mejore la realidad presente sin descalificar o ignorar lo que otros tienen para aportar. Por ese motivo, una disciplina cuya esencia remite a la diferenciación, basada en la elaboración de las distinciones que permiten diferenciar calidades, precios y canales, les parece equivalente a una intolerable libertad de elección por parte de los otros.
Llamativamente, esta incapacidad de reconocer los derechos de los demás a elegir por sí mismos, de validar mediante sus decisiones de compra y/o consumo las propuestas del «despreciable» marketing, suele acompañar propuestas totalitarias, enfocadas en la estandarización del pensamiento y los comportamientos como garantía de un orden social «justo». Al descalificar a las disciplinas que «hacen» (como es el caso del marketing, que lleva la acción contenida en su propia formulación, como «market-ing»), propician las formulaciones «mágicas» que prometen resolver las cuestiones humanas mediante conjuros o invocaciones a los dioses (que a veces toman la forma de ideologías del bien o del mal absoluto). Pero ocurre que estos dioses, por lo menos en lo que tiene que ver con el estado de cosas en nuestro país, vienen demostrándose un tanto remisos para resolver la crisis que tan bien conocemos y padecemos.
Tal vez será tiempo de que volvamos a ocuparnos cada uno de lo suyo: los dirigentes de «dirigir» los destinos de la comunidad hacia un modo mejor de satisfacer las necesidades de quienes la conformamos, y los «marketineros» de comunicar y esclarecer los principios y prácticas de una disciplina que tiene mucho de científico y poco de mágico (aunque algunas veces produce resultados que parecen «mágicos»).
Recuperar el sentido del lenguaje que hablamos y el de las acciones que emprendemos. Devolverle a las palabras su significado genuino. Reconocer la vieja virtud de pensar lo que decimos. Decirlo sin descalificar lo que dicen los otros. Y – por sobre todo -respetar y hacer respetar lo que alguien es capaz de decir con conocimientos y fundamentos. Aunque a veces no coincidamos, y salgamos a confrontar fundamentando nosotros también aquello que afirmamos desde nuestro propio saber y creer. Nadie es dueño de la verdad, pero todos podemos ser dueños de un saber compartido.
Vale la pena que lo intentemos.
Probablemente nos empezará a ir un poco mejor.